Al menos antes eran HUMANOS
- Camila Sosa Faraut

- 4 nov
- 3 Min. de lectura
Durante años, la publicidad fue una fábrica de deseos. Nos enseñó —o más bien, nos adoctrinó— en cómo debíamos vernos, vestirnos, desear. Y aunque muchas de esas imágenes eran estándares imposibles, todavía partían de algo reconocible: personas reales.

Había un cuerpo detrás de la foto, una historia, una persona que sentía y vivía —salvando distancias— igual que nosotros. Las modelos de los noventa — para quienes nacimos en los 80 recordaremos bien las campañas de Calvin Klein, Guess o Victoria’s Secret— representaban ese ideal casi inalcanzable. Eran figuras aspiracionales, retocadas, editadas, pero aun así existían. Podías ver una entrevista, escuchar su voz, conocer su historia, ver cómo envejecían. Había, al menos, una conexión entre lo que se mostraba y el mundo en el que vivíamos. Una ficción humana: artificial, sí, pero sostenida por la existencia de alguien.
Con la llegada de Photoshop, esa distancia entre lo real y lo ideal empezó a estirarse. Las imágenes se limpiaron de imperfecciones, los cuerpos se ajustaron a proporciones imposibles, y la frontera entre la persona y el personaje comenzó a diluirse. Aun así, sabíamos —o queríamos creer— que había una persona ahí. Una persona detrás del filtro. Una historia que, aunque mediada, seguía siendo humana.
Llegó la IA, y con ella la posibilidad de eliminar al cuerpo por completo. Gran parte de las imágenes —fotos o videos— que vemos en campañas digitales y catálogos de e-commerce ya no provienen de producciones con modelos, fotógrafos o equipos detrás.
Son generadas por IA. No hay fotógrafo. No hay modelo. No hay historia. No hay vida. Solo un texto convertido en imagen: “persona de 25 años, tez morena, estilo minimalista, sonrisa natural”.

Jean Baudrillard escribió hace décadas que el problema de la modernidad no era la falsedad, sino la hiperrealidad: ese punto en el que lo falso se vuelve más real que lo real. Cuando la copia ya no remite a un original, sino que se convierte en su propio referente. El simulacro, decía, no es una imitación: es la desaparición del referente. Y eso es exactamente lo que estamos viviendo.
Los modelos generados por IA no representan a nadie. No son una proyección de lo real, sino una construcción autónoma que ya no necesita base material. No tienen historia, ni biografía, ni tiempo. Son cuerpos sin contexto —o con demasiado contexto como para comprenderlos del todo—. Esa ausencia del sujeto transforma nuestra relación con la imagen. Antes, podías no verte reflejada en una modelo, pero existía la posibilidad de empatía. Podías imaginar su vida, su rutina, sus miedos. Había algo compartido: la experiencia de ser humanos en un mundo que nos excede, pero todavía nos incluye. Ahora, esa conexión es imposible. No solo porque esos cuerpos no se parecen a los nuestros, sino porque no hay nadie detrás de la mirada.
La desaparición de la historia detrás de la imagen marca un quiebre. Ya no se trata de aspirar a ser alguien, sino de consumir una estética sin identidad. Un deseo sin dirección. Un cuerpo sin historia. Y lo más inquietante es que ese vacío no nos incomoda tanto como debería. Nos adaptamos rápido.
Aceptamos que un modelo pueda no existir, del mismo modo en que aceptamos que un influencer pueda ser una marca, o una voz generada pueda emocionarnos. Nos acostumbramos a la ilusión.
Baudrillard diría que vivimos rodeados de signos que ya no significan nada, pero que siguen funcionando. La imagen no necesita verdad, solo rendimiento. No tiene que ser real: solo parecerlo el tiempo suficiente para captar nuestra atención. En ese contexto, la publicidad ya no fabrica sueños: los renderiza. Y nosotros, los espectadores, seguimos mirando, aunque sepamos que del otro lado no hay nadie. Porque mirar, todavía, sigue siendo un acto de fe. Quizás lo que se pierde no es la autenticidad, sino la posibilidad de relación —esa línea invisible que une a quien crea con quien mira.
Antes, incluso dentro de la ficción, había un vínculo humano: una mirada que devolvía la nuestra. Hoy, el espejo se volvió pantalla. Y la pantalla no devuelve nada. Hemos pasado de creer en ficciones humanas —esas que todavía hablaban de nosotros— a consumir una ciencia ficción sin humanos.
Y quizás ahí esté el verdadero desplazamiento: no en la tecnología, sino en nuestra creciente indiferencia ante la ausencia del otro.

Comentarios